El deseo de romper los lazos que lo tienen clavado a tierra no es el resultado de la presión cósmica o de la precariedad económica, sino que es constitutivo del hombre, es el paradójico deseo de lo mas que humano que humaniza al hombre. Este sueño, este deseo tantas veces soñado de liberarse de sus limites, sentidos como decadencia, y de expandirse, de dar alas a su espontaneidad y su libertad, deseo expresado y cifrado en los símbolos del vuelo del pájaro y el ángel, debe ser situado entre los rasgos específicos del hombre. En verdad, mas que un dato que lo constituya, es un sueño que lo transforma.
Lo que hace que un ángel sea ángel para adentrarnos en el mas privilegiado símbolo de ese vuelo mágico o de ese sueño místico y no humano, no es su cuerpo son sus alas, pero alas en un cuerpo humano; podría ser el nuestro. Eso es lo que atrae eso es lo fascinante. El ángel es su fusión, es la metáfora de nuestro anhelo. Metáfora de un cuerpo que, sin dejar de serlo, deviene espíritu, vence la gravedad, no solo de la Tierra, también de la condición humana, su pesantez, su carga.
Desde que el hombre tiene memoria, tiene cultura, los ángeles, están en ella. Del milenario repertorio de imágenes míticas y religiosas, independiente de su realidad o ficción, quizás ninguna como la del ángel sea tan amigable para el hombre. Desde niño el ángel de la guarda es nuestra dulce compañía. Ya adultos, el hombre y la humanidad, tienden a olvidar a esos seres alados o, mas que olvidarlo a relegarlo entre los decorados de la religión, o mas aun, a relegarlo a un ornamente puramente decorativo. Pero etéreo o pétreo, el ángel sigue allí, cercano. Tan cercano como el niño olvidado en cada uno. Tan cercano como esa presencia, o esa apertura a toda presencia, tan improbable como innegable que solemos llamar alma.
Desde el horizonte de la tradición judeo cristiana que la mayoría hemos heredado, los ángeles, mas que parte de la revelación explicita, son parte de la constatación de la realidad que la fe busca iluminar. Los ángeles simplemente ya estaban allí, eran parte integrante de la totalidad de la creación, la espiritual y la material, tanto del mundo religioso como cosmogónico de entonces, de su realidad y de su imaginaria. Una vez apropiados de las religiones de los pueblos vecinos de Canaan, el judaísmo los asimila y pone bajo la égida de Yahvé , el único Dios. El Dios creador y, por lo tanto, Dios de todo lo creado. El nuevo testamento, el cristianismo, recibe con cierta sobriedad las ideas del judaísmo sobre los ángeles. Como expresión de la irrupción del Reino de Dios en la Tierra, los ángeles acompañan a Jesús en escenas como Las tentaciones en el desierto, Getsemani, y la
Resurrección. Pero es sin dudas en la escena de la Anunciación y el Nacimiento de Jesús, donde los ángeles como el ángel Gabriel, en su mensaje a la Virgen Maria, como el coro que entona el Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres aparecen en su función mas especifica y tradicional, como mensajeros de Dios. Un mensaje que como toda palabra sagrada, contiene y entrega lo que anuncia.
Ángeles, signos de lo invisible pero cercano nos rozan con sus alas, los ángeles aparecen no tan cercanos a nosotros como acercándonos la lejanía; como mensajeros. Mensajeros y por lo mismo, mediadores entre el origen y lo originado, entre el azul del cielo, lo espiritual abierto y la opacidad de la tierra, la oscuridad de lo arcaico, lo inconsciente, lo cerrado, por eso en algunas iconografías se lo ve subiendo y bajando una escalera, ascienden y descienden, traen y llevan mensajes. Flujo y reflujo desde lo invisible hacia lo invisible, de lo espiritual a lo material.
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